Escritos Sobre Arte Mexicano
Jean Charlot

Editado por Peter Morse y John Charlot

© 1991--2000
Peter Morse y John Charlot

Notas Bibliográficas
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Exposición de Tapicería Religiosa de Lola Velásquez Cueto

Los estupendos bordados de Lola Cueto no necesitan otra introducción que la de abrir nuestros ojos y dejar que un derroche de colores y una sabiduría de diseños los llenen. La técnica minuciosa de Lola, cubriendo la inmensa tela con los innumerables piquetes de insecto de su sabia aguja, no implica pequeñeces de corazón. ¿Cuál brocha empapada de pigmentos podría competir con los matices de sus hilos, cuya corriente viva obedece a las direcciones sutilísimas del dibujo o quiebra sus olas en cascadas espumantes en contra de algún área dominante? En verdad tal técnica es ideal para tareas espirituales porque a pesar de ser el hilo un medio físico su papel en el bordado es más bien el de atraer la luz, de ordenarla y disciplinarla, como el alambre de cobre domina la electricidad.

Consciente de las propiedades de ésta su técnica única, la artista quiso emular en la serie de obras aquí expuestas otra técnica que también supo aprisionar la luz, una técnica tan antigua como nueva es la de Lola Cueto: la de las vidrieras de color de las catedrales medievales. Su serie de interpretaciones de los vitrales de Chartres, lejos de ser mera copia de la letra de tal arte, suele incluir, a más de las líneas y colores, su espíritu heroico. Lola recrea la misma luz que se filtra por las ventanas de la catedral y transforma cada pedazo de vidrio en un universo cromático. Un trozo azul se modula con el juego de sol, desde el cerúleo celeste hasta un purpúreo ensangrentado de carmín. Un trozo rojo más va del rosa floral hasta un tono tan hondo que se vuelve sin color, como suele ser sin color la hondura del mar.

Pero el vidrio más opaco todavía tiene filtraciones de luz y resalta aprisionado entre la total opacidad de los emplomados, los cuales afirman con fuerza el contorno o bien acuchillan el volumen despiadadamente. Por el mismo medio del tenue hilo, la artista sugiere el metal, su resistencia, su peso y su oscuridad, como sugirió antes la luminosidad del vidrio.

Esos bordados son una real fiesta para la retina, el medio ideal para lograr la ilusiones de materia, de textura o de tacto que preocupan hoy a los artistas, pero van más allá de las sensaciones. El fin de la línea y del color no es una impersonal búsqueda de la belleza, ni la exaltación de una personalidad. Su fin es francamente religioso. El arte por el arte no era conocido de los obreros que elevaban catedrales. El vidrio y el metal, como las mismas piedras del edificio, eran siervos de la teología o, en términos populares, recordaban anécdotas de la vida de los santos, para edificación de los rudos creyentes. En nuestros días, cuando se habla de un arte de propaganda vemos puños cerrados y banderas rojas, olvidándonos de otra y más antigua propaganda plástica, henchida de cruces, de martirios y de milagros.

En un tiempo en el que es normal para el católico, por heroico que sea en su vida personal, creer que hay una especie de virtud en tener un gusto estético mediocre, la obra de Lola Cueto nos recuerda otros tiempos en que los católicos supieron ser también heroicos en cuestiones de estética. En los siglos XI y XII, en los que esos vitrales fueron ideados, el creyente tuvo que forjarse un idioma estético nunca visto que correspondiera a su devoción íntima y la expresara. Por supuesto, los artesanos de las catedrales conocían las grandes obras del pasado. Villard de Honnecourt, el gran arquitecto medieval, copia en su libro de apuntes estatuas griegas y los orfebres incrustan los marcos de sus madonas "primitivas" con camafeos romanos. Pero el arte antiguo, a pesar de su buen dibujo, de su correcta anatomía y de su apegamiento a la belleza física, no les parece adecuado para expresar sentimientos nunca experimentados por los paganos. Por ello, descartando una tradición comprobada por frutos espléndidos pero ya inservible, los artistas de la Edad Media prefirieron hacer arte moderno, entonces como siempre el único adecuado para decir nuevas verdades.

Lola Cueto ha sabido recapturar la intensidad de emoción que se esconde detrás del aparente desdibujo del siglo XI, cuando el artista descubría el poder emotivo que logra uno al torcer la línea de la nariz, al ahuecar una mejilla o al desfigurar un ojo, y se embriagaba al usar el color por su intensidad simbólica, plasmando santos sobre fondos de imposible ocaso, pintando carnes de todos los tonos, menos el carnoso. Entonces, como hoy, esto no era juego, sino búsqueda algo titubeante, algo balbuciente, como suele serlo siempre el itinerario del verdadero descubridor. Nos apiadamos del espectador que frente a esas obras, aunque concediéndoles frescura infantil, rehusará reconciliarse con el "mal" dibujo y el exuberante color.

Durante milenios la Iglesia ha sabido entenderse con el arte y con el artista, protegiendo maternalmente la continua transformación del estilo para conformarse a cambios culturales. Dios ha sido igualmente bien servido por artistas en idiomas tan distintos como el bizantino, el de Chartres, el de Rafael, el de Cabrera y el Rouault. Solamente en nuestros días impera cierto espíritu timorato, que reniega de tal unidad dentro de la más rica diversidad y sueña con entronizar como único arte católico un arte mediocre, reflejo muerto de pasadas épocas. La presente exposición demuestra admirablemente, en su unión de novedad en la técnica y de antigüedad en sus modelos, que no hay tal decadencia en la vitalidad del arte católico, como lo infieren quienes pretenden encerrar todo arte religioso en la estrechez de un solo molde naturalista; y la pintura religiosa, cuyo papel es hacer visible lo invisible, es lo que menos puede atenerse a tal ideal.

Al lado de sus interpretaciones de vitrales, Lola Cueto nos ofrece, sin orgullo personalista, sino con una no fingida devoción, su propia obra, alabanza plástica en loa de Nuestra Señora de Guadalupe. En esta fiesta de la Virgen India, nos cabe, a nosotros los artistas, acoger con unción la enseñanza que nos da la milagrosa tilma de Juan Diego. La celestial estética de la santa imagen, en la pureza casi geométrica de sus líneas, en sus tan finos y puros matices, nos ofrece, y a la vez ilustra, un arte católico que poco tiene que ver con el realismo fotográfico y menos aún con las enseñanzas de las academias.

 

Cien Grabados en Madera de José Guadalupe Posada

Los Papeles "Picados" de Lola Cueto

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