Escritos Sobre Arte Mexicano
Jean Charlot

Editado por Peter Morse y John Charlot

© 1991--2000
Peter Morse y John Charlot

Notas Bibliográficas
Índice


Cien Grabados en Madera de José Guadalupe Posada

Artistas de la generación de Orozco y de Rivera, en la pintura, y de la de Méndez y de Zalce, en el grabado, reconocen gustosos cuál es la deuda que han contraído con José Guadalupe Posada, el primer grabador popular. Aunque en verdad nunca ambicionó el título de Maestro, Posada, tan grande como fue humilde, funciona en la historia del arte mexicano como el delgado cuello de un reloj de arena, donde el pasado se metamorfosa grano por grano en el futuro. A través de la obra gráfica de Posada, una tradición tan rica como antigua tuvo que embutirse para fecundar en su turno las formas contemporáneas del arte nacional.

Por 1894, el artista (o más bien el artesano) tenía su estudio (o más bien su taller) dentro de una cochera de la calle de Santa Inés. Gordo, trigueño, con escaso pelo blanco, vestía una blusa gris o un delantal de cuero. Posada trabajaba a plena vista de los transeúntes, criadas de regreso del mercado, descansando del peso de sus canastas llenas, escolares sin prisa de llegar a la cercana primaria, estudiantes de la vecina Academia de San Carlos hartos de enfrentarse a los vaciados polvorosos de la escuela.

Aunque casi toda su obra data del reinado de don Porfirio, Posada necesitaba del consumo de la Revolución para lograr la plena justificación de sus asuntos y de su estilo. La contienda civil sopló un magno sentido contemporáneo en las escenas de rebelión que el profeta había delineado anticipadamente al filo de su buril demostraciones antirreeleccionistas frente a las cargas de la policía montada, contestando con plebeyos puñetazos, pedradas y ladrillazos, los caballazos, cintarazos y sablazos federales; los primeros sublevados, vistiendo calzoncillos y sombreros anchos, marchando al patíbulo entre líneas de flamantes rurales a caballo o bien ya colgados para escarmiento de quien pasara.

Por años, los asuntos preferidos de Posada casi no pasaron de ser líneas y sombras entintadas en papel, hasta el momento en que, iluminado por la llamarada de la Revolución, el drama pasó del dibujo a las dinámicas dimensiones de la vida real. Cual monstruosa Galatea, el ilusorio bulto plástico se tornó humano de verdad. El blanco y negro adquirió colores, el silencioso mundo de las artes gráficas resonó de disonancias sugestivas: las pistolas inermes de súbito dispararon, las cadenas y machetes crujieron, personajes que antes no eran más que siluetas, gritaron y suspiraron. Brazos erguidos para esforzar el balance de una composición o los requisitos de la simetría dejaron volar la piedra amasada en su puño, impactaron su odio en el adversario. Éste era dócil tarjeta, vistiendo el uniforme algo ridículo que don Guadalupe había ideado por él: como en los corridos, el "rico envidioso" lucía chaqueta, sombrero bombín, cuello de celuloide, bigote encerado y cadena de oro, subrayando el insolente ecuador del esférico chaleco.

La obra de Posada se divide fácilmente en tres periodos, coincidentes con los tres distintos medios que el artista favoreció en sucesión: litografía; grabado en hueco, al buril sobre metal tipográfico; y grabado en relieve, al ácido y sobre zinc. La blandura del lápiz litográfico determina la calidad de su manera juvenil, donde los provincialismos nativos revisten una delicada precisión al describir cabezones de cuerpos diminutos y ahilados, al estilo de los caricaturistas franceses de 1860. La delicadeza de los medios tonos no permite anticipar los bruscos contrastes típicos de la futura madurez del artista. Un crítico ignorante de la verdadera relación entre los dos periodos pudiera exclamar que las obras de la primera manera constituyen, en su elaboración, un obvio progreso sobre las crudezas de la segunda manera. Es verdad que ciclos estilísticos deberían desarrollarse de lo simple a lo complejo, de lo primitivo a lo barroco, y conviene pedirle perdón a la diosa encargada de reglamentar el ecuánime curso de las historias de arte por haber ordenado Posada su evolución al revés, desde la complejidad hacia una simplicidad suprema, por consciente.

Posada grabó casi todos los bloques de su segunda manera en la Capital, recibiendo por su trabajo sueldo de don Antonio Vanegas Arroyo. El hijo de don Antonio, don Blas, recuerda que era un sueldo igual al de un general, es decir, por el entonces unos noventa pesos mensuales. Entretiempo, y es un hecho de probable significación en su recorrido hacia lo arcaico, don Lupe había sufrido mucho. La señora viuda de don Antonio (la cual me llamaba con cariño bien reciprocado "El Francesito") me contaba cómo en las inundaciones de León de 1887, familiares del artista se habían ahogado, arrastrados por las aguas espumantes, delante de sus ojos, implorando: "¡Sálvenos, don Lupe!", hasta hundirse.

No se puede pasar por alto el papel que tuvo don Antonio (y los requisitos de su casa editorial) en la transformación del estilo del artista. Posada tuvo que forjarse un idioma de una elocuencia especialmente devisada para interesar a las incontables almas humildes que los opúsculos de Vanegas Arroyo constataban en el tianguis o en la feria. La ilustración debía sumar el asunto en términos lo bastante depurados e intensos para la edificación de ojos todavía más adeptos a descifrar pictogramas al estilo prehispánico que las letras del alfabeto. Piadosas, horrorosas o cómicas anécdotas, pasquines a propósito del amor, de la muerte o de la guerra, recetas de cocina o de brujería, libretos de pastorelas o misterios al estilo medieval, y con ellos el arte de Posada, llegaron hasta los más recónditos rincones de la República en la canasta del mercero o el talego del peregrino.

También la ciudad disfrutaba de su cuota literaria. La Gaceta Callejera proveía noticias tan frescas como lo permitían tipos arreglados a mano y un reportaje pictórico burilado a mano en metal. La competición mecanizada de los grandes diarios obligaba a Posada a simplificaciones algo cínicas. Un solo grabado ilustra cada sucesivo "Espeluznante Incendio" con nada más refrescar algún detalle para apegar el vetusto diseño a la verdad del día. Otro bloque, casi aplanado por el repetido uso, representa a una muchedumbre enfurecida, protestando públicamente por medio de carteles y estandartes--dejados en blanco para llenarlos con cualesquiera lemas, conservadores o revolucionarios, católicos o anticlericales, que pudieran darle matiz de novedad del día.

Cada año, para la fiesta de los Muertos, cuando niñitos afilan sus dientecitos sobre calaveras de azúcar, las prensas de Vanegas Arroyo celebraban con sus propias calaveras de papel. Bien sabía Posada conjurar los esqueletos de políticos con sombreros de alta copa y gruesos anteojos, símbolo y ornamento de los científicos; huesos de dictadores cuyas costillas se curvan bajo el peso metálico de sus gloriosas medallas; momias de coquetas escondiendo sus calvas debajo de las funerales flores artificiales de sombreros chic.

Típica de ésta su segunda manera, la línea surcada al buril, en metal la mayoría de las veces, y excepcionalmente en madera, adquiere una musculación que nunca tuvo la línea litográfica. Tales factores, la improvisación en un medio difícil, el cuidado de hablar con suma claridad para un especial público, comunican a esta parte de la obra de Posada un sabor dizque primitivo, lo cual le valió una acogida entusiasta, aunque efímera, de parte de ciertos sofisticados parisienses.

La tercera y última manera del artista coincide con el descubrimiento que hizo Posada de un medio fácil, para competir ventajosamente con el fotograbado, cuya mecánica precisión y rapidez amenazaban su arte. El grabado al ácido en relieve consiste en dibujar sobre zinc con una tinta especial, ahuecando los blancos en un baño de ácido. El único otro artista que se hizo famoso en el medio es el gran inglés William Blake, el cual, por razones económicas muy semejantes a las de Posada, descubrió el grabado en relieve porque él se empeñaba en publicar libritos de poemas a pesar de no tener lo bastante para pagar un editor.

En este medio, en vez de entintar intaglio, el metal se entinta con rollo, como si fuera grabado al buril. Pero en contraste con la línea blanca sobre negro, típica de tal manera, el resultado es una línea negra sobre blanco. En ésta, su última manera, Posada celebra con una complejidad de caligrafías y arabescas su liberación del minucioso trabajo al buril. Despojados del "primitivismo" y novedad de sus predecesores, estos últimos grabados están pasados por alto por quienes quieren ver en Posada una versión mexicana del buen aduanero francés Henri Rousseau.

Sin haberlo nunca leído, Posada fue el más grande ilustrador de los plebeyos poemas del poeta medieval François Villon. Concluido su trabajo y su obra, cuando el artista dejó para siempre los útiles de su profesión, consciente de haber encantado, horrorizado y edificado a miles de seres, nos imaginamos que no le fue del todo amarga la visita que le hizo un personaje tantas veces delineado por él, aunque nunca visto, su favorito modelo, la Muerte.

Lo más raro y exquisito de la obra de Posada son los grabados en madera, una técnica reservada para viñetas chicas o para retratar amigos o traducir del natural alguna actitud o tipo curioso. Este álbum contiene pruebas sacadas de las maderas originales, que quedan ahora en poder de la dinastía de Vanegas Arroyo. Menos teatrales que los más conocidos grabados en metal, más sencillas de asunto y simples de ideología, tales obras hacen resaltar con más claridad que la más ambiciosa parte de su obra, la maestría de un artista cuyo intenso interés en lo humano nunca fue en conflicto con un interés también intenso en las abstractas e innumerables combinaciones que sabiamente supo combinar sobre el ilustre tema del blanco y negro.

 

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