Escritos Sobre Arte Mexicano
Jean Charlot

Editado por Peter Morse y John Charlot

© 1991--2000
Peter Morse y John Charlot

Notas Bibliográficas
Índice


Juan Cordero, Muralista Mexicano

Mi relación con Juan Cordero tiene algo de especial e íntima, aunque no pertenezca yo a su época. Voy a explicarme: Juan Cordero pintó, en 1874, un mural en la Escuela Preparatoria, en una pared donde yo pinté un mural sesenta años después; por cierto que, cuando lo hice, la pintura de Juan Cordero se había borrado. Pero como los señores que escriben diccionarios e inventan palabras no son artistas plásticos, no existe un término para describir la relación entre dos pintores que trabajaron en la misma pared, aunque sea con una diferencia de sesenta años. Pero puede decirse que Cordero y yo somos una especie de tocayos muralistas.

Bien; por esta relación estudié con cariño a Juan Cordero y estoy bastante familiarizado con su vida y con su obra, aunque no conozco su pintura de caballete tanto como sus murales. Estos últimos me parecen muy bellos y muy importantes, considerados históricamente, especialmente cuando se tiene en consideración el hecho de que la obra mural de Cordero se desarrolla en un periodo que se toma como poco favorable al progreso estético patrio. La magnífica cosecha de frescos religiosos coloniales ya estaba almacenada y del renacimiento de hoy no existía ni el germen.

Juan Cordero nació en Teziutlán. Su padre, don Tomás Cordero, era un comerciante español, casado con una mexicana. Cuando el niño empezó a dibujar, ellos encontraron que lo hacía más que bien y, por lo mismo, le dieron toda la libertad necesaria para estudiar la pintura, mandándolo a México, a la Academia de San Carlos. En nuestros días, tal actitud parece algo diferente de lo normal: cuando un niño quiere ser pintor, los padres se asustan y dicen: "Por favor, no; hazte comerciante o banquero, pero no pintor". Pero en esos días todavía el pintor era un ser al cual se aceptaba socialmente. Se reconocía la pintura como una profesión liberal. Hoy día sabemos de pintores como Van Gogh, que, como ustedes saben, se volvió loco, se cortó una oreja... y pintó muy bien. Por esto, hoy creen las gentes que para pintar muy bien hay que estar loco, pero en esos tiempos el pintor era gente de razón y pintaba "santos".

Han cambiado mucho los tiempos y los pintores de hoy trazan otros asuntos que están lejos de ser santos. Recuerdo una anécdota de hace veinte años en casa de José Clemente Orozco. Entonces él vivía en una casa de Coyoacán. Tenía un estudio y una criada, por cierto una mujer excelente. Dos días a la semana le quitaba el polvo a la casa. La señora le dijo: "Hay un cuarto que siempre está cerrado, no quiero que usted lo abra". Ella preguntó por qué, si era algo como en el cuento de Barba Azul, donde había un cuarto donde no se podía entrar, así que la curiosidad de la sirvienta era grande. La señora quería explicarle en términos que ella entendiera y le dijo: "Mi esposo es pintor de santos"; y la criada siguió trabajando con mucho gusto en esa casa del pintor de santos, porque se sentía santificada. Un día, un tanto por curiosidad y un tanto por bondad, decidió entrar al estudio y sacudir el polvo cuando el pintor estaba fuera. De pronto, la señora oyó un grito y vio salir a la criada toda espantada; y le preguntó: "¿Qué te pasa, Emilia?" Contestó Emilia: "¡Qué santos ni qué santos, son puros demonios"!

Cuando Juan Cordero decidió ser pintor, sus padres aceptaron esto con gusto--como si él hubiera querido estudiar para abogado--y lo mandaron a México, a la Academia de San Carlos. Esta es una institución muy curiosa, muy buena y muy mala, depende de las épocas, y en 1840, yo creo que la Institución de San Carlos era muy buena, porque todavía no se había renovado. Cuando la Marquesa de Calderón de la Barca visitó la escuela en ese mismo año, deploró "el estado abandonado del edificio, la no existencia de las clases de escultura y de pintura, y sobre todo, la decadencia de las bellas artes en México".

La Academia de entonces era en verdad una institución muy pobre. Debía quince mil pesos de arrendamientos vencidos por la casa que ocupaba y adeudaba a sus empleados hasta tres años de sueldo.

Pero había compensaciones; la época heroica de Ximeno y de Tolsá era tan reciente que algo de su grandeza subsistía en la escuela. La Independencia de México era también reciente y, a pesar de las dificultades económicas, la Academia sacudía el yugo español en busca de un arte nacional. Como no podía pagar buenos sueldos, todos los profesores eran mexicanos. La tradición de la pintura mexicana ya tenía siglos de existencia, algún reflejo del idioma plástico prehispánico y la grandeza colonial iluminaba los patios casi desiertos de la Escuela. Todavía no se había hecho nada progresivo en el sentido de deshacer el don de arte que se encuentra en los niños mexicanos.

Cuando el joven Cordero era estudiante de arte, tuvo que aprender los primeros principios del dibujo bajo el cuidado de don Estanislao Rincón. Don Estanislao era bien querido por sus alumnos, los cuales preferían amontonarse en el llamado "corredor de Rincón" que en las salas mejor iluminadas de profesores menos gustados y más temidos. Trabajaba Rincón por un salario tan teórico que es prueba de que el arte le apasionaba más que el dinero; recibió en sus diez primeros años de enseñanza la suma de ocho pesos mensuales. Cuando Cordero ingresó a su clase, Rincón había sido ascendido a veintitrés pesos.

Pasaba uno del dibujo elemental al dibujo de la estampa y éste estaba dividido, en su turno, en dos grados. El estudiante se hacía competente en la reproducción de "pies y manos" antes de ser admitido a copiar "cabezas". Las dos clases estaban bajo el cuidado de un profesor muy diferente de Rincón. Algo anciano y testarudo, don Manuel Araoz era el decano de los profesores y muy celoso de sus prerrogativas. En vez de usar como modelos las estampas de Rafael y de Guido, Araoz daba a copiar sus propios dibujos. Musitaba don Ignacio Tagle, Director de la Junta de Gobierno de la Academia: "De los originales que hay en las salas de dibujo los más son en el concepto de los inteligentes muy malos y los hay muy buenos guardados en la libreria. Como aquéllos muchos son de Araoz no pueden quitarse sin que éste se resienta". Es posible que el temible Araoz fuese una de las razones indirectas que decidieron a Cordero a marcharse para Roma.

Donde encontró Cordero más entusiasmo y más afinidad humana fue en el ramo de la pintura. Los profesores de dibujo eran mal pagados, pero no había ni mención en el presupuesto de un profesor de pintura. Aquí todavía, más que allá, el amor al arte sugería soluciones que la razón no hubiera encontrado. Anota el señor Tagle: "Puede decirse que ni el ramo de la pintura ni el de la escultura existen en la Academia. Lo que hay son talleres públicos a cargo el primero de Mata y el segundo de Rincón, pero sin autorización ninguna de la Academia, y por individuos agenos a la inspección como que no son nombrados por ella... En ambos ramos nadie se mezcla pues son en substancia talleres particulares".

El cuadro no es del todo desolador, al menos desde el punto de vista artístico. El pintor Miguel Mata, organizando gratuitamente talleres donde el trabajo manual tiene precedencia sobre la teoría, puede ser un espectáculo algo irritante para un director de Academia. Pero no es el peor método de aprender el de enfrentarse a una tela con pincel y pigmento.

Entre los pocos estudiantes y sus mal pagados profesores, surgía también una camaradería más estrecha de lo que hubiera sido posible en una escuela mejor reglamentada. Tal sucedió entre Mata y Cordero. Cuando este último se enemistó quince años después con el poderoso Clavé, director de la Escuela en 1855, Mata, siempre fiel amigo de su antiguo discípulo, tomó lado con Cordero.

En una época en la cual existía una tendencia a reglamentar a los artistas hacia un rutinario ideal de belleza, la elasticidad de la metodología puesta en práctica en San Carlos fue una garantía de respeto a la personalidad naciente del joven artista. En verdad, lo que conocemos de la obra que Cordero pintó antes de su viaje a Europa es un testimonio de la excelencia práctica del método.

En la capital, Juan Cordero estudiaba arte, pero también tenía que vivir y para ello tuvo que trabajar de comerciante, aunque muy en pequeño, lo que llamaban entonces "mercero". De cómo vino a tomar el joven tal decisión, nos queda un reflejo en Los Mexicanos Pintados por Ellos Mismos, publicación de la época. Reflexiona un joven: "Y bien, ¿a qué debo dedicarme? ¿Puedo ser hoy tinterillo o curandero? Ya es tarde para eso. ¿Solicitaré algún empleo? No tengo hermanas. ¿Me haré soldado? Tengo miedo. ¿Pues lego? ¡Ave María Purísima! Pues... ¿No haré nada? ¡Pues tengo hambre...! tendré que convertirme en un animal vagabundo, sagaz, olfateador; incansable en el andar; fuerte para resistir al sol, al frío y a las tempestades... en fin, debo hacerme barillero, mercillero, buhonero, mercero.... pues todo viene a ser lo mismo..."

Para ser "mercero", el que deseaba serlo compraba una canasta y una vara de medir, y algunas pequeñas cosas para vender, como tijeras, hilos, peinetas, anillos, agujas, etc. También mercancía útil para el alma. El que iba a ser pintor de santos empezó su carrera vendiendo santos; tenía en su canasta alabados, catecismos y novenas: la de San Atenógenes, abogado de las parturientas, la de Santa Polonia, contra los dolores de muelas, la de Santa Librada, abogada contra los ladrones, y una oración que decía:

 

San Francisco de Paula,

Tres cosas te pido:

Salvación y dinero

¡y un buen marido!

  •  
  • Con esta carga iba de pueblo en pueblo, andando, y de feria en feria, y así lo hizo Juan entre temporadas de estudiante de arte. Esto fue un punto importante para la formación estética del pintor, porque en ese tiempo, deambulando de feria en feria, Juan se acercaba al arte popular, el de los santos, el de las danzas y el de la poesía de los corridos y alabanzas, aunque en su pintura nunca pintara estos motivos. Algunos amigos míos, muy inteligentes por cierto, miran la pintura de Juan Cordero y me dicen: "pero realmente esto no es mexicano", y lo que quieren decir es que no se ve en su obra a los inditos que hoy se miran en la pintura moderna. Y ¿en qué consiste el mexicanismo? ¿En el asunto folklórico o más bien en cierta forma plástica? En esto último me parece que la época de Juan Cordero tuvo razón, pues fue menos inocente que la nuestra.

    Después de hacerse de algún dinero, el pintor marchó a Italia, que era lo que más anhelaban hacer los pintores jóvenes de esa época, como en nuestro tiempo, como en nuestra generación, en que los jóvenes anhelan irse a París.

    Siento mucho no tener fotografía de la pintura a la cual me voy a referir, porque podría darles un ángulo diferente sobre el arte de Cordero, pero el día antes de irse, en una sola tarde, Juan pintó el retrato de su papá. Es una obra goyesca, tanto en la pincelada como en los contrastes de luz y de sombra, muy diferente de las cosas que vimos en la exposición de Bellas Artes de 1945, las cuales, dicen los modernistas, son cosas relamidas. Para mí este no es un término de oprobio; en la misma Academia de San Carlos se ve el San Juan Bautista de Ingres, también muy relamido y por cierto una obra maestra. En el retrato de su padre, Juan Cordero puso una emoción muy íntima; él le hizo entender que ya se sentía muy viejo, que Juan se iba por unos años y quién sabe si estaría presente a su regreso de Europa. Por ese tiempo, los artistas no gustaban de exhibir sus emociones en su pintura. En nuestro tiempo, la pintura emocional gusta mucho y por eso ese retrato, algo excepcional, es una obra que agrada especialmente a los modernos.

    Ya en Roma, Cordero trabajó con un maestro llamado Natal de Carta. Hay unas pinturas de Cordero firmadas con su nombre y con esta indicación: copió; probablemente copias de Natal de Carta. Tal es el retrato de "Una mora", el cual puede darnos alguna idea del estilo del maestro.

    Juan fue un alumno muy aplicado. Trabajaba "catorce horas diarias dedicadas a estudios distribuidos entre Dibujo, Anatomía, Perspectiva y las Reglas de Composición e Historia". Lo que hizo Juan con las demás horas del día no lo dice el autor, pero supongo que se iría a dormir bien cansado.

    Roma era en estos tiempos el centro del arte internacional, como en nuestros tiempos lo es París. Ingleses, prusianos, rusos, franceses, cada una de las naciones "cultas" tenía en Roma una Academia, a donde mandaba a sus más aprovechados estudiantes de arte para perfeccionarse. En el año de 1844, el gobierno mexicano encargó la Lotería Nacional a la Junta de la Academia de San Carlos y, como resultado, la escuela de Bellas Artes, cual Cenicienta, cambió su extrema pobreza por deslumbrante afluencia. La primera decisión que tomó la Junta fue la de traer de Europa a dos profesores para encabezar los ramos de Pintura y Escultura. Los relativos méritos de nacionales y extranjeros en la opinión de nuestros aficionados al arte de estos tiempos está bien ilustrada por la diferencia entre salarios: Miguel Mata, el excelente artista mexicano que fue profesor y amigo de Cordero, recibió por muchos años unos treinta pesos mensuales; en contraste, el salario ofrecido a un profesor de pintura europeo era de tres mil pesos anuales y mil quinientos adicionales para gastos de viaje y de material. El señor Montoya, encargado de representar a México cerca de la Santa Sede, por residir en Roma, capital del arte mundial, fue el encargado de buscar una persona calificada y en su turno nombró una terna de luminarios artísticos: "Los Sres Cornelius, prusiano, director de la Academia de Munich; el señor Minardi, romano, director de la Academia Inglesa en Roma; y el señor Suetz, francés, director de la Academia francesa en Roma." Como suele suceder a veces, la decisión no fue a la altura del derroche de talento, y siendo el escogido un pintor catalán de gusto alemán, Pelegrin Clavé. Soberbio organizador, atento profesor y mediocre artista, Clavé iba a trabajar con empeño para germanizar el arte mexicano.

    En Roma, Cordero hizo pinturas históricas y religiosas, de las cuales la más importante es El Salvador y la Mujer Adúltera. Es ésta una obra enorme, una obra de ambición, y por cierto, para tanta juventud, es una obra muy importante.

    A su regreso a México, Cordero encontró una Academia enteramente diferente de la que había conocido cuando se fue. La Academia de Cordero había sido una empresa local, bonachona y muy pobre, donde creía la Marquesa Calderón de la Barca, que era una señora muy elegante, que no se hacía nada. Pero cuando regresó Cordero, encontró al catalán Pelegrín Clavé como director de la Escuela, convertido en dictador del gusto nacional. El señor Bernardo Couto, quien admiraba a Clavé, nos dejó en un Diálogo sobre la historia de la pintura en México, escrito en 1860, unas palabras del mismo Clavé, las cuales le describen muy exactamente. Couto, que no era ningún tonto y se daba cuenta de las limitaciones de la Academia, en ese mismo diálogo sugiere que el nacimiento de la Academia coincide con la muerte de la Escuela de Pintura Mexicana. Entonces le contestó Clavé que no podía concurrir en tal opinión, por ser "un hombre que recibió educación académica y (es hoy) profesor de una Academia."

    Tales palabras prueban que el señor Clavé tenía convicciones fuertes, pero lo malo de esto es que todas eran de admiración para la Escuela Alemana de los comienzos del siglo XIX, la Escuela de Overbeck, de Kaulbach y de Cornelius. Ojalá nunca hayan visto ustedes tal pintura, porque entristece el alma. Añade también Couto que al señor Clavé no le gustaba el Renacimiento y menos las pinturas del señor Cordero, por una razón opuesta a lo que nosotros, con estos ojos del siglo XX, vemos en sus pinturas. No le gustaban porque las veía muy carnales, muy ligeras de asuntos. Cuando Clavé habla en sus cartas a Pina de las bañistas de Cordero, lo hace con hondo desprecio. A nosotros nos parecen tales bañistas señoritas de buena familia y muy completamente vestidas, pero en la época de Clavé las señoritas éstas chocaban con la moral del señor Clavé.

    En 1853, cuando Cordero expuso en la Academia La mujer adúltera, un cuadro que ahora nos parece tener la calidad de una serenidad pasmosa, una parte del público se molestó, y es que en ese tiempo el cuadro, por alguna razón que no he podido descubrir, era un cuadro revolucionario. Los periódicos hablaron del cuadro como se habló aquí de la exposición de Picasso. Algunos ensalzaban la pintura y otros se lanzaron en su contra. Transcribamos aquí las palabras de La Ilustración Mexicana: "los dardos venenosos de la envidia" y "toda clase de invectivas".

    Probablemente porque se había convertido Cordero en pintor de escándalo, se le ofreció un puesto oficial para ver si se le podía "amansar" un poco. Le ofrecieron ser subdirector de la Escuela. El director recibía $3,000.00 anuales y el subdirector $1,000.00. Había una gran diferencia, pero también la había en la posición: el director dictaba y dirigía, y el subdirector era sólo un burócrata que debía obedecer, como todos.

    Cordero rehusó el puesto en una carta que todavía poseemos, en la cual habla de un modo muy directo y expresando nombres. Dice: "No sacrifiqué los mejores años de mi vida en otros países, ni recibí los favores de la Academia para venir a mi Patria a ser dirigido por el señor Peligrín Clavé".

    En ese tiempo, Clavé era un señor de mucha sustancia y esta carta le creó a Cordero un enemigo para toda la vida, hasta 1880, año en que murió Clavé.

    Después de escribir esta carta, Cordero ya nunca pudo tener un puesto oficial. Los pintores son muy inocentes en ciertos aspectos y Cordero quería a toda costa un puesto oficial. Le parecía que ser burócrata era algo más aceptable que ser muralista y toda su vida buscó un puesto, hasta cuando no lo necesitaba; pero nunca pudo ser director, ni siquiera subdirector de la Academia.

    A quien había que ver en 1855 para conseguir empleo, era al general Santa Anna, el dictador Santa Anna, y Juan Cordero fue a verlo y le explicó su situación y le pidió hiciera algo, pues él bien podía quitarle una chamba a un señor y darla a otro.

    En ese momento se jugó el futuro del arte mexicano. En la carta de Cordero, ya citada, podemos ver qué curioso término emplea para describir a Italia, España y Francia por las que había viajado; sólo dice: "otros países", como si no le hubieran gustado y como si estuvieran situados en alguna parte de África, pero cuando habla de México, dice con mucho cariño "mi patria". En su misma pintura, Cordero ilustraba también cierto sentido mexicano.

    El pintor le ofreció al dictador lo único que podía darle: su pintura; ofreció a pintar su retrato y el de su señora. De toda la pintura oficial que yo conozco, ésta es la que está hecha con más gusto, con cierto deleite íntimo, como si el pintor se encantara pintando una naturaleza muerta o un bodegón. No tuvo interés en decirle al Dictador ni a la señora: ¡Qué grande es usted! y ¡Qué magnífico es usted! Representó al Dictador con una sola pierna, pues su Alteza Serenísima tenía la otra de palo, aunque cubierta con una magnífica bota, y hubiera podido pintársela, pero no quiso pintar la madera, aunque le hubiera gustado al general, por cierto.

    A la señora de Santa Anna también la pintó; y cuando analizamos la pintura, vemos que el punto de vista psicológico es muy curioso. Sabemos que Cordero era muy sencillo, no le gustaba vestirse de fifí, y sabemos también que la esposa de Santa Anna era buena, pero vanidosa y le gustaba vestirse ricamente. En el cuadro se nota que el pintor en vez de pasar por alto este gusto extravagante, lo hizo resaltar. En el cuadro, sea por el modelo o por la ironía del pintor, se encuentra una estética nada oficial, que recuerda a la de pintores de pulquería. Miren el modo con el cual el oro del vestido está salpicado con un gusto de pintor de brocha gorda.

    Santa Anna y la señora vieron los retratos. A ella le gustó mucho la riqueza de los atavíos y a él lo dorado de su uniforma, y los dos, encantados, ordenaron que Clavé fuera reemplazado por Cordero.

    El Dictador podía poner a Cordero en el lugar de Clavé, pero no lo hizo así. Clavé tenía un contrato que terminaba el año siguiente. Dijo el General que cuando tal contrato terminara, se diera otro semejante al señor Cordero. Clavé le hizo explicar a Santa Anna, por Couto, que esto no podía hacerse, porque Cordero era sólo un mexicano, y él un extranjero de muy buen gusto, que si se ponía a un mexicano en la dirección de la Academia, toda la pintura se iría al demonio. Santa Anna no pudo hacer nada. Desde el punto de vista de la pintura mexicana esto fue un gran retraso porque después de unos treinta años de Clavé, la Academia ya no podía vivir sin un catalán a su cabeza y Díaz fue a buscar a otro: Fabrés.

    Dado que el pobre señor Cordero no podía hacerse burócrata, sólo le quedaba una cosa por hacer, y era pintar, y para nosotros eso resultó de gran provecho.

    Un año después de haber pintado los retratos de Santa Anna y de su esposa, Cordero pintó la Iglesia de Jesús María, adonde es difícil entrar, en vista de que a la fecha existen allí los archivos militares. Cuando fuimos a tomar fotografías, el señor Sánchez y yo, nos trepamos en unos de ellos, y subiendo a los archivos, se ve uno frente a frente con una pintura que está allí perdida en la oscuridad, que es la de Jesús entre los doctores. Cosa curiosa, Cordero tiene dos personalidades, la de caballete, que dicen es muy relamida, y la de pintor muralista, que es de una personalidad grande, en fin, algo heroica. Mirando la fotografía de Jesús entre los doctores, no se puede apreciar el enorme tamaño, tan grande como cualquier mural pintado en nuestro tiempo; y tampoco es cosa agrandada de un boceto chico, pero es grande de comprensión. Por ejemplo, los pliegues parecen esculpidos en madera más bien que pintados y son de un color que le da mucho peso e importancia arquitectural a la pintura. Sacada la fotografía, nos fuimos a buscar otra pintura mural que pintó Cordero poco después en una iglesia vecina, la de Santa Teresa. El interior ya está cortado en dos por una pared, y si se entra por la iglesia, donde están los archivos de Hacienda, no se ve el mural, hay que entrar por la capilla de Cristo, donde se encuentra la cúpula y las pechinas que pintó Cordero. Aquí mismo, en estas paredes, el señor Jimeno y Planes, que fue director de la Academia al fin del siglo XVIII, había pintado unos murales alrededor de 1813. Por un terremoto acaecido en 1845, éstos se derrumbaron en gran parte, y luego se encomendó rehacerlos al joven Cordero, que en ese tiempo contaba 21 años de edad, lo cual muestra que todavía seguía de pie la tradición muralista colonial a mitad del siglo XIX. El pintor empezó sus bocetos en Roma y cuando llegó a México se dio cuenta de que no sólo tenía el problema de pintar a su modo, sino de armonizar sus murales con cierto mural de Jimeno que se había quedado intacto, en su pechina. Todavía existe y representa a un evangelista, a San Mateo. Estaba Juan frente a un problema estilístico muy semejante al de las catedrales de la Edad Media, las cuales se empezaban en un siglo y se terminaban en otro. En ese tiempo se aceptaba como única solución un revoltijo de estilos. No se podía imaginar que un arquitecto o pintor iba a imitar obras de tiempos pasados. En nuestra época hay arquitectos a los que les gusta hacer uso del estilo gótico y hay pintores contemporáneos que no son modernos ni modernistas, es decir, que también les interesa pintar en el estilo de alguna época ya muerta. Cordero resolvió el problema como lo hubiera resuelto un gótico, haciendo estas pinturas a lo moderno. Su primera decoración, en el medio punto del presbiterio de la iglesia de Jesús María, era obra de transición, pintada al óleo en un bastidor, como pintura de caballete. Pero en su segundo trabajo de este tipo, en Santa Teresa, adopta ya un medio decididamente mural, un temple grueso puesto directamente en la pared. No es el refinado temple de los primitivos italianos, de pigmento mezclado con yema de huevo; parece más bien distemple, tal como lo emplean los pintores de paredes, donde el aglutinante es cola barata.

    Tenía un contrato por $11, 500, que entonces era muy buen sueldo. Quizás por eso, quizás por ser tan gigantesco el trabajo, se entusiasmó.

    El temple de Santa Teresa es obra maestra. La cúpula se levanta encima de gruesa base de piedra, hondamente labrada en tableros al estilo del Panteón Romano. Pero el hemisferio pintado adquiere en ilusión más volumen y más peso que el gigantesco marco. Del cenit de un cielo amarillo, tan intenso que parece hecho por un Murillo vuelto Van Gogh, está cayendo un Dios Padre bendiciendo y a la vez apretándose para amortiguar el inevitable choque. Las Virtudes Teologales y Cardinales dibujan la circunferencia de la cual Dios Padre es el centro; están sentadas a la orilla del pozo de la nave; son mujeres colosales, de cabezas pequeñas y de brazos enormes, deformadas por la perspectiva aguda del plafón. Presentan, para la edificación de los devotos congregados muy debajo de sus pies, accesorios piadosos como anclas, palmas y cruces. El color de sus ropas, a lo antiguo, y la intensidad de contraste entre cromos vecinos es tal que desorienta hasta el ojo educado en lo más salvaje de la pintura de hoy.

    Difícil en nuestra época, increíble por suya, esta admirable cúpula representa en la obra del artista una cumbre casi única de inspiración, cuando el joven, vencido en cuanto concierne al éxito mundano, comulgaba sólo en su alto andamiaje con un don que ningún dictador de este mundo, nada podía darle ni quitarle.

    Tales momentos, sin embargo, no pueden durar. En cuanto se quitó el andamio al domo, tanto los amigos como los enemigos del artista le hicieron saber, en no inciertos términos, que no tenía derecho a pintar como si fuese un Miguel Ángel amante del color. Todavía le faltaban de colorear tres de las cuatro pechinas con figuras de los Evangelistas, pero con el nivel del andamiaje se bajó también el de la inspiración. Falta a las pechinas ese algo de locura que da grandeza a la cúpula.

    Las arcadas del crucero representan la Historia, la Poesía, la Ciencia y la Astronomía. Son de escala menor, de ambiente estático y de un estilo bastante Rafaelesco para agradar a almas más mansas que la del mal llamado Cordero.

    Tenemos críticas de la época sobre esta pintura mural y como siempre sucede cuando uno puede ver las cosas retrospectivamente, vemos que la parte mayor, la pintura de la cúpula, es lo que gustó menos y las partes más mansas, las que gustaron más.

    Leamos parte de un artículo que publicó la revista La Cruz en 1857; dice: "Si hemos de hablar con toda franqueza, las pinturas no han agradado a la generalidad de las personas inteligentes, así por la composición como por el dibujo y el colorido, particularmente respecto de la cúpula..."

    Cuando habla de "personas inteligentes", el autor de esta crítica probablemente se refiere a sí mismo. Después, habla de la obra de Jimeno y Planes, pero solamente para pegarle a Cordero. Jimeno era un maestro antiguo y gustaba a las personas "inteligentes". En cuanto a Cordero, él no era más que un joven que no se había probado, que usurpaba, por decirlo así, las paredes de una iglesia respetable para ponerle allí sus modernismos.

    Prosigue el crítico: "De muchos años atrás los inteligentes conocieron que la figura de San Mateo (pintada por Jimeno), era muy defectuosa a causa de la posición de una de las piernas, y esto da margen a creer que el señor Cordero, al respetar la existencia de dicha figura, llevó la idea de que los espectadores convirtieran lo defectuoso de ella en término de comparación favorable a las nuevas pinturas". Aunque dicho en términos mansos, como se acostumbraba en la época, se sugiere una idea muy fea, se sugiere que Cordero quitó todo lo bueno de Jimeno para que no se pudiera hacer comparación desfavorable con su pintura, dejando una sola pintura porque era muy defectuosa. Como el verdadero fresco, el temple es un medio heroico, porque el artista no puede comprobar al pintarlo el efecto óptico de lo que está haciendo, puesto que tanto valores como colores modifícanse al secar. Los críticos amigos de Clavé no faltaron en exigirle al medio efectos de fineza y pulido propios del óleo y de la pintura de caballete, enfureciéndose al no encontrarlos. Un público siempre timorato y desorientado por lo fuerte y lo novedoso, se unió a los críticos para proclamar la obra burda y tosca.

    Uno de quienes habló peor fue un amigo de Clavé, llamado Rafael Rafael. Con tal nombre debía haber sabido más de pintura. Pero el amigo de Cordero que se encargó de contestarle fue un señor López López. Dos nombres muy eufónicos.

    Como no agradaban a los críticos las pinturas de Santa Teresa, a pesar de lo prometido, no le dieron a Cordero su precio, rebajándole tres mil pesos del contrato. Después de esto, Cordero no hubiera debido seguir pintando murales, pero había nacido muralista y se sumía en la tristeza cuando no tenía paredes. Quienes las tenían, lo veían ya como a un revolucionario al que no se le debía dejar pintar en iglesias. Sólo uno le dejó pintar un mural: y era el cura de San Fernando. Es posible que haya sido un buen crítico, es también probable que le agradó el precio de Cordero, pues éste le dijo que pintaría sin cobrar. Y por algún detalle que conocemos, creemos que Cordero compró también los colores de su bolsillo, con los cuales pintó en la cúpula y en las pechinas de San Fernando, pero como no era rico el artista, podemos creer que el señor cura le puso los andamios.

    La cúpula de San Fernando no es tan impresionante como la de Santa Teresa. Se advierte el esfuerzo del artista para acercarse al ideal de corsé y de crinolina de su generación. Pero se advierte también, a satisfacción nuestra, que esto no ha sucedido del todo. La Inmaculada Concepción asciende de un cielo de yema de huevo, matizado con tintes de ocaso, rosados carnosos y azules encalados. Una ronda de muñecos vestidos de pañitos de todos colores vuelan alrededor del pie de linterna, como insectos angélicos alrededor de una cera. Jóvenes también alados hacen música con sus instrumentos: arpas, violines y flautas. Otros despliegan, al beso del viento estratosférico, banderas con lemas.

    Por su mea culpa pinta el artista rebaños de nubes mansas, pero su fuerte temperamento no deja pastar en paz a los corderos celestiales. Los colores ladran: estos ángeles visten con el gusto suntuoso de la señora de Santa Anna; su túnica luce pigmentos verde malaquita, que tornan rojo sangre en la sombra, o violetas, que cambian en la luz a anaranjados. Tales notas agrias agradan más hoy que las partes mejor entonadas.

    Sabemos que a Cordero lo habían herido las críticas de las gentes que tachaban sus cosas de bruscas y feas y quiso enseñarles que él podía hacer una obra gentil o, como creían en ese tiempo, una obra de buen gusto. Pero hay otro elemento más íntimo: es que la iglesia de San Fernando estaba muy cerca de la casa de la novia de Cordero. En 1860 Cordero tenía cerca de cuarenta años. Por allí vivía su novia, que tampoco era muy joven, pues tenía veintidós o veintitrés años, y las mujeres entonces acostumbraban casarse a los 14. Los dos habían sufrido y cuando se encontraron, como no podían hablar del pasado, ella le decía: "Juan ¿qué profesión tiene usted?" "Pues estoy pintando paredes en la Iglesia de San Fernando. ¡Venga a verlas!" La novia iba a verlas. No podía treparse a los andamios por lo de las crinolinas, pero quizás miraba desde abajo lo que había hecho Juan y decía: "Esa nubecita es muy bonita, me gusta mucho". Y Juan ponía más nubes para gustarle a la novia. Y así, resultó el temple más femenino, más dulce. Pero sea por la conversación o por las nubecitas, los dos terminaron casándose y multiplicándose.

    La pintura de San Fernando gustó mucho más que la de Santa Teresa. Tenemos un artículo en el cual se dan conversaciones entre personas que fueron a ver el mural. En esas conversaciones se nota más admiración y menos crítica. Ya se estaba volviendo un poco viejo Cordero; se estaban acostumbrando las gentes a su estilo; y como sucede, ya se estaba haciendo su lugar y hasta a los "inteligentes" agradaba su pintura.

    En uno de los diálogos exclama un joven: "Le hallo no sé qué de sorprendente y celestial". Y otro señor de más edad contesta: "Yo la encuentro un poco tosca" (Este es un adjetivo que se daba mucho entonces a los murales de Cordero). Pero añade: "Este método tiene sin duda conexión con el estilo de nervio y de energía que es incisivo y punzante". Y otro habla de un detalle que todavía puede verse en San Fernando, que es un grupo muy delicado, muy fino, de un coro de ángeles; dice: "¿Qué, les habrá llovido a esas cantatrices o por qué están tan deslavadas?"

    Hay que ver que ya estaban acostumbrados a ver fuerza en la pintura de Cordero y cuando él se pone manso, les extraña.

    Contesta otro: "No les ha llovido, sino a lo que parece Cordero ha querido variar de tono en ese grupo... porque se le tachaba de dureza".

    Y en esta conversación interviene un señor de edad y de gusto conservador. Ve que todos están admirando la pintura y opina: "Qué magnífico óleo tiene el señor Cordero"; y le contestan: "La pintura que admiramos no es al óleo"; y el viejo se disgusta: "¡Cómo que no! Entonces ¿dónde está el mérito que se le decanta? ¿Qué dirán los extranjeros si llegan a notar que no está al óleo?"

    Semejantes palabras fueron repetidas al pie de nuestros andamios por gentes que hacían gestos furiosos cuando pintábamos los primeros murales modernos por el año de 1920. Como se ve, a pesar de algunas diferencias superficiales, la época de Cordero es muy semejante a la nuestra.

    Aquí quiero leerles algo que quizás sea un parágrafo demasiado técnico, pero de mucho interés. En la pintura mural (como la de Siqueiros), se ve la aplicación de unas reglas casi secretas, por ser del oficio, las cuales siempre han conocido los muralistas buenos, y una de estas reglas es que para que se vea bien en la pared la pintura debe de ser pintada "mal", es decir, hay una verdad física en la pintura, pero lo que más cuenta en un mural es la verdad óptica. Y también en este diálogo, opina un perito esto: "Entran en la composición el cálculo de desvanecer ciertas visuales por medio de algunos trazos admitidos cuando se tiene en cuenta que no es una extensión plana en la que se dibuja... así están ustedes seguros de que Cordero, en más de una figura, debe haberse separado de las reglas del buen dibujo para obtener en la perspectiva el efecto propio".

    Quiero leerles otro punto de interés para mí y para los compañeros muralistas, el cual se encuentra también en este artículo. Exclama un señor, al que calificaremos de inocente: "Bueno, es muy fácil para el señor Cordero pintar así, porque estuvo en Francia y se trajo unos colores muy costosos".

    No, dice el mismo perito, "Cordero, aunque en su estudio tenga colecciones de colores, en obras de esa categoría, no emplea sino los más comunes que se hallan en todas las tlapalerías, en cartuchos de a medio el manojo".

    Esto muestra que Cordero tuvo cierto deseo de usar no solamente el estilo que llamé, de modo muy irrespetuoso, pero muy claro, pintura de pulquería, sino también los medios técnicos que se empleaban en su tiempo en la pintura popular.

    Después de San Fernando, que fue un triunfo discutido y un poco agresivo en pro de Cordero, el señor Clavé tuvo que animarse a trabajar. Tenía una especie de silla presidencial en la Escuela y ahí estaba sentado, y sentado en tal silla no podía pintar murales, por lo que empezaban a dudar de él y decían: "un señor muralista sin murales". Los amigos se acercaron a Clavé y le explicaron que él debía pintar algo para callar a los críticos. En ciertas palabras del señor Clavé se encuentra un toque de duda en cuanto a su don de muralista, pero no podía rehusar, y escogió el templo de La Profesa, el templo de moda, el más céntrico, donde la obra de un pintor podría ser admirada por la gente aristócrata.

    Clavé empezó sus bocetos copiando grabados del alemán Overbeck, que tanto le gustaba, y después de enderezar la mano, le vino una idea. La cúpula estaba dividida en ocho partes, como media naranja, lo cual sugirió a Clavé el pintar los siete sacramentos. Por supuesto que no supo qué hacer con la octava parte, porque aunque buscaba otro sacramento no podía encontrarlo por no haber más que siete.

    Escogiendo a los más aventajados de sus discípulos, el profesor empezó su demostración en 1861. El momento no era feliz; las leyes de Reforma dispersaron a los clérigos que financiaban la obra y Clavé no pudo reanudar el trabajo sino hasta Maximiliano.

    Se terminó la cúpula en un México sitiado y un Imperio bamboleante; y se inauguró en una República algo indiferente en materia de arte. López López, ya mencionado, fue quien se encargó de dar el tiro de gracia en su Juicio crítico sobre las pinturas de la cúpula del templo de La Profesa, dirigidas por don Pelegrín Clavé y ejecutadas en su mayor parte por los alumnos de San Carlos. Opina el crítico (y amigo de Cordero desde la infancia) que la multiplicidad de asuntos destruye la unidad arquitectural; deplora que, al ser la obra hecha por un grupo, le falta la autografía de una mano maestra; sugiere, en fin, que el empleo del óleo fue escogido por Clavé por ser más fácil que el temple mural.

    A pesar de tal opinión, la obra gustó mucho en su tiempo y quizás nos gustaría también a nosotros si no hubiera sido destruida; no del todo, porque todavía se pueden ver huellas de paisajes.

    Dice quien vio la cúpula antes del fuego que la arruinó, en 1914, que estaba muy bien dibujada. Por cierto, Clavé se había fijado en que las cosas de Cordero eran desdibujadas desde el punto de vista académico e hizo él un dibujo perfecto. Y sucedió algo muy curioso: la cúpula, cuya superficie no era cóncava, empezó a burlarse del dibujo académico. Hasta el señor Revilla, que admiraba mucho a Clavé, se dio cuenta que no era un buen dibujo para pintura mural y explica porqué: "Algunas figuras, o se ven demasiado largas cuando la curvatura de la cúpula no las escorza, o muy achatadas si esto último se verifica". En otras palabras, los santos tan bien dibujados se transformaban, por la perspectiva, en imágenes grotescas, como las que se ven en los espejos de feria.

    Terminados sus contratos, Clavé regresó, en 1868, a su Barcelona natal, no sin dejar en el puesto de director de pintura a Pina, uno de sus alumnos. Así siguió la dictadura de Clavé casi hasta el siglo XX.

    Después de San Fernando, Cordero no pintó ningún mural por más de diez años, pero cuando regresó a la pared, en 1874, rompió completamente con la tradición en que había nacido y vivido, que era todavía la tradición colonial, la de pintor de santos.

    Pintó en la Escuela Preparatoria, edificio laico, el cual solía ser en ese tiempo un templo dedicado a la filosofía positivista de Augusto Comte, cuyo mayor exponente era el doctor Barreda, director de la misma Escuela. Creía Barreda que la pintura de asunto religioso era cosa del pasado, de la época colonial, y que en su época, que era la moderna (1870), convenía cambiar el asunto religioso por el científico. Por eso hablaba de "las Bellas Artes que agonizan en nuestro país por falta de asuntos..." y decidió resucitarlas. Para armonizarse con el nuevo ambiente, escogió Cordero un asunto también laico y científico, una "oda deleitable a la gloria inmortal de Franklin, de Fulton y de Morse". Y lo pintó todo por nada, de regalo, como parece que ya era su costumbre.

    Aunque el mural fue destruido en 1900, tenemos la copia del boceto original, hecha por Juan M. Pacheco en 1907 (en la colección del licenciado Alfonso Toro), y dos descripciones publicadas en 1874, una por el profesor de la misma Escuela, Rafael Ángel de la Peña, y la otra por el incansable López López, titulada Pintura al temple ejecutada por el distinguido artista Mexicano Juan Cordero en el cuadro mural de la meseta superior que da paso a los corredores principales de la Escuela Nacional Preparatoria.

    En las mismas paredes del descanso, pinté yo, en 1922, un fresco que quizás conocen ustedes, La Batalla del Templo Mayor, y en 1924 dos entrepaños, también al fresco, Cuauhtémoc y San Cristóbal. Me refería a éstos cuando dije que Cordero y yo somos tocayos muralistas.

    "Minerva, deidad que simboliza la sabiduría, aparece majestuosa, sentada en un sólido trono, representante de la Arquitectura. Su frontal triangular está coronado por dos geniecillos que ofrecen honoríficas coronas de laurel y encina, emblema del genio y de la fuerza. En grado inferior están sentadas a uno y otro lado de la diosa dos jóvenes deidades, simbolizando dos potencias eminentes: Electricidad y Vapor... Contemplan, con reposado continente y profunda atención, la una (llamada Vaporosa) los primeros fenómenos del vapor y la otra (la Musa Electra) una brújula. Personifican sin duda a las ciencias que han dado nacimiento a la Industria con sus inventos prodigiosos. Bien comprende esto el espectador, cuando divisa, en término lejano, un ferrocarril que avanza al empuje poderoso del vapor, y de otra parte ve un buque que tal vez ha cruzado ignotos y lejanos mares... Confina la parte superior del cuadro un cielo esplendoroso, tachonado de nubes doradas; la fúlgida luz del horizonte va desvaneciendo la noche del oscuro firmamento, y sustituyendo en el cenit un azul zafiro vivísimo que completa la bóveda celeste".

    Este mural, el último que pintó Cordero, es quizás el primero en tratar un asunto científico en un México tan rico en pintura religiosa. Se inauguró en noviembre de 1874, con una ceremonia que fue el apoteosis del artista. Declamó don Gabino: "Cábele a la Escuela Preparatoria la gloria de haber abierto un nuevo campo a la estética mexicana. Cábele la satisfacción de haber inspirado al genio de un verdadero artista una composición destinada a idealizar la actividad pacífica del hombre... La Escuela Preparatoria viene hoy a colocar por mi mano, sobre la frente del sublime artista, el emblema de la inmortalidad".

    Lejos de ser el emblema una figura retórica, fue una corona de laureles de oro macizo que don Gabino colocó, al pronunciar tales palabras, en la frente del artista.

    Humildemente contestó el coronado: "Señores, acepto gozoso el laurel con que galardonáis mi pequeño trabajo... Él ocupará un lugar preferente en mi taller y, al verlo, la inspiración descenderá sobre mi paleta".

    Circunstancias extrañas al arte dan un sabor especial a la ceremonia. No solamente era Barreda director de la Preparatoria, sino también un médico practicante, que contaba al pintor entre su clientela. Es probablemente el único caso en el cual un doctor prometió la inmortalidad a su paciente.

    Cuando Diego Rivera habló en el salón de la reciente exposición retrospectiva de Cordero, dijo que el mural de la Preparatoria no era temple, como afirma el catálogo de dicha exposición, sino fresco, pero existen textos contemporáneos, los cuales muestran de modo incontrovertible que se trataba de un temple. Voy a resumirlos.

    En la ceremonia de inauguración, los oradores se refieren al hecho de que la pintura es un verdadero mural y no un lienzo puesto en la pared.

    Habló Barreda de "esta creación del genio colocada de un modo inamovible en un muro de nuestra escuela".

    Y en un poema, declamó Guillermo Prieto:

    tu pincel diestro
    Tocó creador el insensible muro.

    Todo lo cual podría aplicarse tanto a un fresco como a un temple. Pero cuando el profesor Ángel de la Peña añade que "se advierte en la obra del señor Cordero singular maestría en el empaste", esto no puede entenderse de la técnica del fresco; y después llama al pintor "nuestro eminente templista", lo cual no deja lugar a duda. Ya hemos visto que López López, en el mismo folleto publicado para conmemorar la coronación, califica el cuadro de "Pintura al temple".

    Por cierto, es muy perdonable el error de Diego, porque él no tenía más de catorce años de edad cuando tiraron el mural, en 1900, y son falibles los conocimientos técnicos de un niño, aun de un niño genial.

    Otro punto que hay que advertir es el curioso paralelo entre el papel que juega la Escuela Preparatoria en 1874 y otra vez en 1922. Cuando piensa uno en que los primeros murales modernos fueron pintados en la misma Escuela, ve uno que las palabras dichas por don Gabino en 1874 eran algo proféticas: "Cábele a la Escuela Preparatoria la gloria de haber abierto un nuevo campo a la estética mexicana..."

    Y otro interesante paralelo existe en la reacción de los estudiantes en contra de las obras de arte a las cuales habían sido expuestas. A través de la dicción algo estilizada de 1874, se advierte el miedo de que los alumnos vayan a dañar la bella pintura: por las dudas, Cordero mismo había ideado y pintado una especie de gendarme mágico, "un genio infantil que, con el dedo superpuesto a los labios, impone silencio..."

    Insiste De la Peña, quien siendo catedrático bien conocía el temperamento bullicioso de sus estudiantes, sobre "ese alado bellísimo niño que se halla en primer término, exigiendo orden y silencio, y de seguro no a hombres provectos, que ellos no han menester de admoniciones, sino a niños y a jóvenes, y, para decirlo de una vez, a los alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria".

    Habló Salvador Castellot, estudiante, a sus compañeros: "Ese cuadro es la prenda más digna de que la cuidéis con esmero... conservadlo eternamente, y que ese cuadro se realice en el porvenir".

    López López es más terso: "La Escuela Nacional Preparatoria obtendrá de sus alumnos hacia esa bella pintura todo el cuidado, respeto y cariño que merece, en la serie sucesiva de generaciones que aguarda... Así lo esperamos".

    Tanta elocuencia fue en vano y cuando al fin se reemplazó el temple por una vidriera, muy fea por cierto, es porque estaba tan arruinado el mural como lo están en nuestros días las obras de Orozco y de Siqueiros.

    Ese temple fue el último mural que pintó Cordero. En los diez últimos años de su carrera, se dedicó más bien a retratos, tal como el de don Gabino Barreda, hoy propiedad de la Escuela Preparatoria.

    Por entonces, a pesar de tener el artista, entre hijos y nietos, una numerosa familia, se encerraba solo en su estudio a trabajar seis días a la semana. Los domingos, cuando descansaba, la esposa llevaba a visitarlo su rebaño de niños y él les contaba: uno, dos, tres, etc., como si fuesen corderos, acariciándolos a cada uno en las mejillas.

    Murió el artista en Popotla, en 1884.

    Aunque la época de Cordero vio nacer otros murales, los de Clavé, de Sagredo y de Rebull, la importancia única del artista reside en su entendimiento de la pintura mural como un género que contrasta del todo con la pintura de caballete.

    Ya hemos hablado de su heroico empleo del temple y de sus conocimientos de problemas ópticos, que también inquietan al muralista de hoy. Bien ha definido López López la modernidad de Cordero, diciendo de sus murales que son hechos "sin natural, sin modelo, sin bocetos, aún todo es parte de la fantasía, obra del cálculo... Esto no es un cuadro de caballete, de estudio ni de recursos académicos".

    Y prosigue, haciéndose el portavoz del anhelo del artista: "no quisiéramos terminar este pobre juicio sin encarecer al buen gusto, y a la culta administración, el conveniente ornato de los edificios públicos con pinturas murales que hablen a la imaginación y al alma de los ciudadanos, especialmente de la juventud... Las Escuelas de Medicina, de Derecho, Minería, Agricultura, Comercio, etc... Los palacios gubernamentales, de Justicia, municipalidades y demás edificios que alojan a la soberanía administrativa, requieren alguna muestra de distinción, y esperan que el pincel, el buril y el cincel de tantos artistas mexicanos que se han consagrado al estudio de las nobles artes acudan a sacarlos de la vulgar apariencia de domicilios".

    Tal futuro, concebido hace unos sesenta años en semejantes términos por López López, es ahora nuestro presente.

     

    Stefa Brillouin

    Entrevista en la Estación de Radio XED

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