Escritos Sobre Arte Mexicano
Jean Charlot

Editado por Peter Morse y John Charlot

© 1991--2000
Peter Morse y John Charlot

Notas Bibliográficas
Índice


Carlos Mérida, Coloso del Arte Mexicano

Carlos Mérida es un gigante entre los artistas de las dos Américas. En los años 20, el arte americano se dio a conocer en grande dentro del mundo cultural--gracias a un puñado de artistas que propusieron una nueva definición de arte, como consecuencia cultural de la violenta Revolución Mexicana. Yo estuve ahí.

Al cruzar la frontera de los Estados Unidos, el concepto de Arte Mexicano sufría inevitablemente, pero eso no empañaba a sus creadores. Como artículos de importación, traducidos al americanismo, los murales mexicanos produjeron muchísimas pinturas significativas, más fuertes en la conciencia social que en el arte.

Estos retoños estaban predestinados a una muerte temprana y a ellos sobrevino el destino de los posters, letreros y lemas (slogans), que se convierten en masa y pulpa a la mañana siguiente de una demostración callejera.

A pesar de su contenido viril, los frescos y pinturas mexicanos fueron de valor porque sus creadores, lejos de surgir de entre la maleza, paleta en mano, eran personas bien informadas de lo que se respiraba en el mundo internacional del arte.

Carlos Mérida fue el maestro que más insistentemente estableció, entre la rebelión social y militar al sur del Río Bravo, que el medio mismo era el meollo del mensaje. De esta manera, él se convirtió en un faro para las subsiguientes generaciones, una vez que los tumultos, los disparos y los gritos habían menguado. Actualmente, cincuenta años después, su imagen se ha afirmado como la del maestro indudable.

Los genios, algunas veces, eligen rincones excéntricos del mundo para echar raíces. Mérida es nativo de Guatemala, en donde templos milenarios puntean la selva con ruinas iguales a las de Egipto. El artista en sí es un indio maya, descendiente de sacerdotes, arquitectos y escultores, quienes idearon y abrieron la selva para crear en ella muchas ciudades majestuosas.

Cuando niño, Mérida aprendió que no era ni siquiera cortés el suspirar ante el majestuoso pasado de su pequeño país. Mientras crecía, las revoluciones sociales destrozaban al vecino país del norte, México. Por entonces, políticos sin escrúpulos utilizaban el indianismo como propaganda política, hecha para vivificar los discursos, pero no para creer en ella más de lo que, digamos, en nuestro triste presente, en la vietnamización.

Sin embargo, en Mérida las cosas fueron diferentes. Su indianismo no es fetichismo, tal como lo atestiguan su noble perfil y su nariz aguileña, duplicando retratos de sus antecesores grabados y pintados al fresco hace muchos años.

El indianismo permanece como su verdad interna. Para ponerse en contacto con ella, él no necesita más que cerrar los ojos y crear un silencio dentro de él mismo. El tumulto exterior sólo lo alcanza a voluntad propia, una sordera conveniente que le ayudó en su natural inclinación hacia la meditación.

El grupo de muralistas pioneros mexicanos se dedicó a la creación de un lenguaje artístico para llenar las necesidades y estados de ánimo de su agitada patria. Todos ellos eran nada más un grupo de desarrapados que agitaban sus puños a aquéllos (y eran muchos) quienes agitaban sus puños contra ellos, portando, por si acaso, pistolas con el cartucho cortado al alcance, mientras trabajaban en sus andamios de muralistas, ahogando con gritos, los gritos de la burguesía que lanzaba huevos podridos a sus murales revolucionarios y a ellos mismos.

Desde el punto ventajoso en 1971, su entrenamiento juvenil se apetece como un sueño de artista hecho realidad. En París, durante sus días de estudiante, Mérida vivía en el desvencijado Bateu-Lavoir donde Picasso también vivió y compartió un estudio con Modigliani. Qué fácil hubiera sido compartir su suerte con la de ellos, congraciarse con los comerciantes en arte y--presto--convertirse en el consentido de los coleccionistas parisienses.

Inclinado puritanicamente, Mérida eligió, en lugar de eso, regresar a su América Central, en donde, cerca 1915, no se pintaba nada nuevo, cuando mucho sobrevivencias del art nouveau, con unas pinceladas de impresionismo en él.

Mérida fue el primero en traer a América una estética totalmente forjada en nuestro siglo. Su exhibición de 1920 en la ciudad de México incluía proyectos de murales, aunque en aquel entonces no había muros disponibles. Los críticos se burlaron y mencionaron que México no poseía los palacios italianos en donde los murales podían sobrevivir.

Mérida, siguiendo su costumbre, no se molestó en contestar a los críticos. Sin embargo, antes de que hubiera pasado un año de la clausura de su exhibición, el renacimiento del muralismo mexicano había iniciado su época.

Habiendo de esta forma sembrado la semilla del arte monumental, Mérida, por una vez, dejó a sus colegas la labor de pintar al fresco los edificios oficiales. Antes de abordar sus propios murales, él sintió la necesidad de concentrarse en problemas estéticos tan recónditos como para confundir hasta a sus más íntimos amigos.

Dejando la escena contemporánea por un viaje hacia la eternidad, eligió comulgar con su arte ancestral. No para duplicar los intrincados trazos grabados en los linteles de los templos mayas, sino para forjar una llave que abriera la puerta de sus secretos abstractos. Ante esto, sus colegas, aquellos de conciencia social, le dieron un amigable adiós.

 

Recuerdo de Leopoldo Méndez

La Época Xavier Guerrero

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