Escritos Sobre Arte Mexicano |
José Guadalupe Posada, Grabador Mexicano
José Guadalupe Posada nació en León, Guanajuato. Llegó a México en 1888, después de las inundaciones en las cuales perdió casa y familia. Se quedó en la capital y empezó a obrar, ilustrando los corridos editados entonces por don Antonio Vanegas Arroyo.
Tenía su taller en Santa Inés, dentro de una cochera. Gordo, trigueño, con una corona de escasos pelos encanecidos y cubierto con amplia blusa blanca, así me lo describió Clemente Orozco, entonces uno de los niños que lo asediaban a la salida de las clases, ansiosos de verlo trabajar.
Grabó en madera y sobre todo en zinc, tallando directamente. Empezaba con un ligero croquis sobre la lámina, luego empujaba la gubia y ahondaba el dibujo con increíble rapidez, haciendo a veces una media docena de grabados al día. Tenía por sueldo fijo $75.00 mensuales y "en esos tiempos era sueldo de general," según me lo comentó don Blas Arroyo, el hijo de don Antonio. Posada vivió bastante para asistir a los primeros acontecimientos de esta revolución que, conscientemente, prefiguró en su obra.
Más de un detalle íntimo de su vida, como lo es la admiración que sentía este gran artista por Miguel Ángel, nos demuestra que él era perfectamente consciente de su valor. Pero no por eso se quiso desligar de sus obligaciones de clase, en las cuales encontró, bien al contrario, su mejor razón para obrar. Uno de sus grabados, "Calaveras de Artesanos", nos muestra al pintor trabajando junto a sus compañeros: el zapatero, el sombrerero, el carpintero, el sastre. Hábil obrero, incapaz de considerar como incompatibles su arte y su profesión, Posada se libró de las pretensiones de quienes lamentan no poder hacer arte por tener la necesidad de ganarse el pan. Su dominio de la técnica nunca fue pretexto a virtuosidades vanas, siendo la expresión directa e intensa su mayor preocupación. Compartía con los humildes, sus iguales, los escasos goces y los muchos sufrimientos; y por cierto, no pensaba en tomarles apuntes, pero después, a solas, recreaba plásticamente su emoción, exaltando la anécdota hacia corolarios insospechados. Para lograr esto, tuvo que romper con la tradición algo débil del grabado mexicano, hijo dócil de la imagen piadosa española, y estableció una nueva tradición, con rasgos tan fuertes, tan raciales, que pueden parangonarse con el sentimiento comunal del arte románico. Fue por su alcance universal de obra no subjetiva que sus creaciones se quedaron por años en una aceptada y noble anonimidad.
Una raza fuerte no se puede nutrir sino de emociones fuertes. Es realidad indígena el amor a la tragedia, a la sangre, a la muerte. Posada trató, por profesión y más por gusto, asuntos escalofriantes, dramas tremendos, teniendo que crearse, para no dejar de ser artista, un lenguaje plástico todavía de mayor fuerza que el tema.
"El que mató a su comadre por no consentir ella en relaciones amorosas", "El hombre que se comió a sus propios hijos", "El nahuaque", "El niño que nació con cabeza de puerco", son títulos típicos de sus predilecciones: de tales asuntos se ríe la gente refinada, la cual queda en éxtasis oyendo hablar del incesto de Edipo, de las brujas en Macbeth, del hambre de Ugolino, o del Cuasimodo de Hugo.
Entre los otros asuntos tradicionales, Posada, inyectándole un nuevo vigor, se apoderó del tema de las calaveras: el esqueleto desorganizando las escenas de nuestro mundo de vivientes, para llevar jóvenes y viejos, ricos y pobres, hacia la tumba, es tema favorito de las épocas feudales. En estos tiempos, la igualdad biológica en la muerte es la única alusión permitida a la deseada igualdad social, algo como un tribunal de justicia adonde el pueblo decreta el castigo de sus opresores. Holbein, en el Viejo Continente, hizo suya la voz popular con una seriedad algo germánica. Posada, con igual hondura, pero con una sonrisa de malicia, evoca los esqueletos de los "Científicos", con anteojos y sombreros de copa, de generales condecorados, con vistosos uniformes, de damas bien, escondiendo su horrenda calva bajo importados chapeaux, amontonamientos de flores, de encajes y de plumas de avestruz. Insiste también, y ya con cierta ternura, sobre lo efímero de la belleza femenina.
La rumba de calaveras
de todas las artesanas
modistas y costureras
como obreras mexicanas.
Este corrido canta como cantó la voz plebeya de Villon, del cual Posada, sin haberlo leído, es el mejor ilustrador.
Entre los relatos que pide siempre el gusto popular, existen los cuentos piadosos: hay milagros bondadosos como los que describen los retablos de iglesias: tristezas remediadas, enfermedades curadas. Tales relatos no atrajeron mucho a Posada; sus predecesores supieron, mejor que él, hacer irradiar la aparición consoladora, arrodillar en éxtasis miraculado. En cambio, Posada se apoderó de otro género de milagros, algo más inquietantes. Inventa con regocijo mil nahuaques y demonios, los echa despiadadamente encima de algún miserable, alumbra infiernos inauditos para su castigo. Así vemos, en el paradójico drama social del "Rico que se suicidó por envidia", cómo los siete monstruos salidos de la elegante chaqueta acometen, ávidos, en contra de su futura presa.
El relato cómico es más bien aquí algo excepcional y su buen humor se nos antoja cruel, un grotesco despiadado con matices de indignación. "El turista toreando", "Las solteras pidiendo esposos", son ejemplos maestros de esta risa feroz.
Posada es, en fin, un historiador atento de su época, el historiador más tendencioso: en los hechos que describe, los mítines antireeleccionistas disueltos por la policía, las deportaciones en masa; no esconde su sentir en favor del pueblo, y los años transcurridos, rodeando sus dibujos de imprevistos comentarios, le dan sabor profético.
De este conjunto de obras de tendencias tan diversas, hay sin embargo que señalar características constantes:
En lo espiritual, recurre el artista al uso simultáneo de emociones adversas, trata los temas serios con una risa algo ruidosa, exalta los asuntos cómicos hacia un sentido indignado o doloroso. En el terreno plástico, se afirma siempre un sentir monumental: el dibujo logra una densidad arquitectónica, los brazos, las piernas en acción establecen un número justo de diagonales, las piedras lanzadas por energúmenos se estabilizan en los puntos mismos que requiere la composición. Posada ennoblece así el dinamismo algo crudo de sus anécdotas, subordinándolo a una ley estética de valor universal.
En un momento histórico (1890-1910) en el cual tantos avergonzados de la belleza de su propia Patria no anhelaban sino disfrazarla bajo la máscara de civilizaciones europeas, Posada fue uno de los muy pocos en escoger y organizar plásticamente los valores propios de México. La larga tradición de un arte radical, para no interrumpirse, tiene que refugiarse, cuando la desdeña el "Arte Oficial", en obras populares, creaciones de vigorosos independientes. Pasado el momento de ceguedad, las recogen y ensalzan los críticos como la genuina expresión del país.
Es exacto considerar a Posada como el precursor del movimiento presente de arte indoamericano, pero esto, en justicia, no basta. Hay que citarlo también como uno de sus más altos exponentes. Meditar su caso será quizás útil cuando se habla de resucitar el arte mexicano, el cual todavía goza de muy buena salud.
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