Escritos Sobre Arte Mexicano |
Manuel Manilla, Grabador Mexicano
En este país la producción plástica es cosa tan natural como en otros la actividad comercial. Por eso, estatuillas de barro, tan admirables como las de Tanagra, se venden a 30 centavos y pinturas de tanto estilo, como los más preciados bizantino-italianos, se amontonan en rincones de sacristías o se dan al peso de la hoja de zinc, sobre la cual están pintadas.
Por eso también resultaría imposible vivir del arte para los profesionales educados en academias y afinados por el costoso viaje a Europa, sin recurrir a algún expediente, aniquilando la desastrosa competencia "plebeya". Por mucho tiempo bastó con el desdén al indio y al pobre, pero cuando ya no fue posible, gracias a cambios sociales, esconder del todo al hombre moreno y a sus creaciones, hubo de encontrarse otra cosa. No se podía menospreciar su producción misma, por ser excelente. Entonces se inventó el truco del "arte popular", gracias al cual se podía rendir homenaje a los objetos de arte y seguir despreciando al artista autor de ellos, escondiéndolos, dizque para su provecho, porque sus obras, cesando de ser anónimas, hubieran cesado de ser populares y ya no hubieran interesado a la "élite".
Yo creo que, con alguna buena voluntad, podríamos "despopularizar" una buena parte de las obras plásticas mexicanas y dar, al fin, a sus autores los elogios y el respeto que merecen.
Ilustración de lo dicho es el caso del "grabado popular". Se sacó a la luz, últimamente, el nombre de Guadalupe Posada, porque su tremenda personalidad se imponía; quizás también porque ya había muerto. Pero si Posada fue grande, es porque sacudió y rompió la tradición ya establecida en el grabado mexicano; y quizás importaría saber quién o quiénes establecieron esta tradición.
El grabado queda ligado a la hoja impresa, mayormente al corrido y al relato. Por mucho tiempo México los recibió de España. Existen en el Museo Nacional romances españoles, con fecha de 1736, que circularon en México. Son el modelo del corrido mexicano, modelo que fue copiado con tan poco respeto, cambiándolo y asimilándolo, que el corrido actual en bien poco se parece al español. Se puede decir que el grabado mexicano empezó a vivir vida propia, como el país mismo, a principios del siglo XIX. Pero se afirmó definitivamente en la segunda mitad del siglo, junto a las ediciones de don Antonio Vanegas Arroyo, el cual, colaborando con sus poetas y sus dibujantes, llegó a crear tantas obras, y tan homogéneas, que fueron luego clasificadas como anónimas. Su primer dibujante y grabador fue Manuel Manilla, natural de la ciudad de México. Empezó a trabajar para la casa en 1882, llegando su producción total a unos quinientos grabados, de los cuales, desgraciadamente, ya se han perdido muchos, sea por el uso prolongado o por la curiosidad coleccionista de los asaltantes en los varios saqueos que sufrió la imprenta.
La unidad de su obra no solamente reside en los asuntos representados, sino, sobre todo, en su plástica muy personal, la cual fusiona armoniosamente ingenuidad voluntaria y sabiduría humilde. Sus grabados, durante diez años, reinaron incontestablemente, repartidos a profusión en la hojas volantes de los corridos, pero la ingenuidad de sus composiciones no pudo resistir al empuje de las de Guadalupe Posada y cuando éste empezó a trabajar para Vanegas Arroyo, Manilla tuvo que retirarse. En 1892 cesó el trabajo de grabados. En 1895 murió del tifo este buen artesano.
No cabe aquí considerar su obra como cosa curiosa (mexican curios, como se acostumbra ya decir), aunque los datos que encierra sobre costumbres del siglo XIX sean tan variados como importantes. Consideramos más bien su calidad humana. Aquí tenemos gentes del pueblo eternizadas por una de ellas mismas en sus actitudes diarias. Las mujeres de rebozo, los pequeños artesanos que nos presenta Manilla, tienen nobleza, pudor y paciencia nativa, la paciencia del que no se queja por saber esperar el momento de la acción; y sus charros a caballo ya nos profetizan a Zapata. Los pintores que no son del pueblo o que no se han hecho del pueblo (conozco ese caso único) lo pintan como un pretexto (enalteciéndolo o denigrándolo), al desarrollo de sus elocuencias egoístas. Solamente el pintor que es del pueblo lo pinta en sí, como se retrata a un hermano; y logrando el parecido, sin saberlo, hace obra social.
El medio empleado es el champlevé al buril sobre una placa de zinc, medio que favorece la franqueza de las tallas y la espontaneidad del dibujo. La composición mezcla hábilmente elementos geométricamente simétricos y elementos desimétricos, pero equilibrados por masa, la relación de los unos y los otros, siendo de gran efecto dinámico. El modo de cómo las botellas y pelotas del malabarista, en el primer grabado, equilibran por pequeñas masas contrastadas la enorme masa gris del cañón es perfecto, como lo son las actitudes diversas de los equilibristas del segundo dibujo de circo o las verticales imponentes de la arquitectura, haciendo más instantáneos los movimientos de los mercaderes, en la vista del tianguis. Cuando desiste del movimiento para lograr actitudes de reposo, llega Manilla a lo monumental, como en el grupo del aguador y su mujer, cuyo original mide menos de siete centímetros, pero que, sin perder nada, podría ser amplificado hasta más del tamaño natural.
Los diablos complacientes, llevándose a unos muchachos malvados, no nos esconden el estupendo paisaje geométrico del fondo y nos hace soñar el cometa poco astronómico y muy mexicano ilustrando las terribles profecías de Vanegas Arroyo, que aquí apuntamos:
Colosal y nunca visto cometa,EL GRAN COMETA LUCHADOR,
terrible lluvia de fuego
El incendio de la luna,
El fin del mundo llegó,
El Juiciote Universal,
Ahora sí que la pitamos,
A morir, sin más ni más.
Cuando el día del juicio llegó, para él, si Manilla pensó en la obra que dejaba, mayor que la de muchos "ilustres", fue seguramente sin amargura, con la satisfacción de haber regocijado y emocionado con ella a millares de gentes tan sabias y simples como él.
Por eso poco le hubiera importado saber de esos elogios tardíos, ese certificado de fama "artística" con el cual nos complacemos mayormente, nosotros, dilettanti, en adornar tumbas.
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