Escritos Sobre Arte Mexicano |
México de los
Humildes
(traducción de Diego
Rivera)
Mexicanos, hace poco tiempo que estoy entre ustedes. Vine aquí trayendo en mi cabeza un México de pacotilla: muchas plumas--azul, verde y rojo--y mímicas tropicales. Me enseñaron la Conesa y el teatro nacional y también muchas jovencitas de manos blancas entre olanes de organdí. ¡Y señoras en cuellos postizos tamaño de altos! Una de ellas, muy millonaria y muy valetudinaria, me dijo: "Aquí existen los salvajes y nosotros. ¿Como hablar de igualdad?" Bien pronto supe que no había igualdad.
Un día salí a la calle a las seis de la mañana. A las seis de la mañana están aún en garage las bellas damas y los autos duermen todavía. Gracias a lo cual pude ver el verdadero visage de la ciudad, tan cubierto de afeites durante el día que no se la reconoce.
Desiertos, los barrios decentes parecen la sala de un music-hall después del cierre, pero en cualquiera otra parte, entre las casas bajas, cúbicas y pintadas, gente bella puebla la calle. Hay innumerables Nuestras Señoras de Guadalupe: avanzan sin ruido un pie tras otro y la belleza antigua resucita.
A primera vista todos son color de polvo. Parece que las carnes y los géneros usados por el trabajo se han fundido en ese mismo gris que es la extrema humildad. Después, el ojo se acostumbra y el alma también y esta raza rebelde al observador amoroso descubre la belleza de los velos, de las pajas y de las carnes.
Por un gusto delicado y un pudor artísticos las telas de apariencia unida son alianzas compósitas. Gris sobre gris, negro y café claro, rosas y violáceos tenues. Rebozos, los hay de todos tonos, pero tan fundidos y tan sabios que una mirada poco atenta los confunde sin esfuerzo. Curtidos y grises, cafés, azules (del azul nocturno al más delicado de la acuarela), color garganta de pichón, rosas, malvas, y las franjas afirman la textura como un motivo musical al recomenzar más acentuado.
El rebozo, solo, es como un ala rota, le falta el estremecimiento y los pliegues vivos que en él modela el rostro, aunque sólo se le suponga. De espaldas muchas veces la trenza se escapa del rebozo con su hilo rojo en torzal y lo redondo de los hombros le comunica el ardor de la carne. De frente el ovoide o la esfera del rostro, el ocre del pigmento responden a su matiz; el blanco de los dientes y los ojos, por contraste, le dan pátina.
De mil maneras se le enrolla, con nobleza siempre; no acepta más que los pliegues esenciales, útiles para el cuerpo y para la acción, al revés de las telas a la moda que se enchinan como perros de aguas. Poned una mujer "chic" al lado de una de las vírgenes del Partenón y será para reventar de risa o para llorar de despecho; cualesquiera de estas indias, de la antigua sería hermana.
Misma postura, igual ademán, la huella del pie sobre el suelo es la misma, como el modo de andar ceñido, el pie siempre horizontal pegándose al suelo cual una mano. ¡Y la salida de las mujeres en las misas matinales! Faldas anchas, draperías enrolladas, ¿no es aquí el ritmo mismo de las Panateneas?
Cántaro o ánfora, el ademán es de belleza igual, y el trote de las mujeres del campo, ¡las de frente partida por el fardo!, inclínase su torso como el de las Victorias donadoras de coronas.
Cuando el fajo se pega al vientre y el pecho joven brota de la tela blanca, hay estrecheces de cadera enteramente egipcias, los brazos verticales cayendo de los hombros anchos, portadores de niños. Y las amasadoras de tortillas, desde el fondo de los tiempos, eternizan su ademán en los hipogeos de allá.
Bienaventurados los tiempos fríos, cuando el hombre se enrolla en su sarape, ¡cual Peplum! Parece entonces el tribuno arengando a las olas del mar, y la densa tela es más sólida que las togas de mármol que cubren, en los museos, a los cuerpos fríos de las estatuas.
Los sarapes; sus colores múltiples se traen con tacto hasta el blanco-gris-negro; y son ciertamente los más hermosos aquellos que no tienen dibujo, en los que el matiz y el contacto simulan el pelaje pobre de los burritos de azotar, con hilos blancos entremezclados como la huella de los golpes.
Esta vestimenta es de tal manera hecha para el uso que un sarape colgado del muro es como la camisola del muerto que conserva aún forma de torso; y la bocamanga bosteza como el cuello del decapitado.
Siempre simples los decorados tomados de los objetos familiares. Cosas de oficio y cosas naturales. Belleza de la herradura del pajarillo y de la flor que son más bellos, dice Dios, que Salomón en toda su gloria; todo esto mezclado y movido en esta geometría abstractante, tal como no la tuvo ningún pueblo después del Griego de Creta.
Hay otros tejidos para los extranjeros, más caros. Con ésos, la esposa del cónsul adorna su hogar, pero el mismo indio que los teje no los querría para él; abigarramiento de colores tan crudo que la lana misma no agarra la tintura y que nuestros corazones de bárbaros ricos se regocijan.
La cabeza remata el sarape, el sombrero domina la cabeza. De toda clase de pajas, desde el junco delgado cilíndrico, del que el bello trenzado deja pasar la luz, hasta las tiras planas y anchas, guardando la suavidad de la hoja viva. Los hay planos como aureolas y el astro a través de ellos como entre las hojas de una enramada. Ricos, en los que el bordado de alderredor nos dice el peso del propietario y la hacienda de los rendimientos. Los hay ligeros como alas y la marcha les deja el estremecimiento del vuelo. Espesos y abultados como tetas y torres. Hieráticos como las tiaras de extraños popes. Pero siempre el volumen y bulto geométrico aislan la cabeza del alderredor y concentran su fuerza psicológica.
De la raza, qué decir sino que ella es la más bella del mundo. Los vasos griegos desfilan ante mí. He aquí las mujeres en la fuente, las luchadoras de Euphronos. En la esquina de las calles, a la sombra de las estatuas, los pobres, acostados, parecen los convidados de una orgía sin manjares. Tienen el color de los atletas helénicos de los que Luciano de Samosata decía que es de ladrillo. La sabiduría de los filósofos que enseñan teniendo los pies desnudos dentro del agua corriente. Puños y tobillos delgados como de niños. Y esos juguetes sabrosos como en las fábulas de Esopo. Cuando tal familia huye ante el automovilista que se ríe malamente, me parece que continúa el asesinato por Alvarado de adolescentes danzarines.
Rebozos, sarapes, pajas y carnes, vosotros me enseñáis la gama de los tonos y de las formas esenciales; volúmenes armoniosos, ocres, óxidos, gris de tierra y rosa de alas. Bobo arrepentido, yo sonrío contemplando mi paleta preparada: muy químicos colores, buenos para monos y cocoteros, negros y sus algodones teñidos. Y la inútil casa Lefranc, marca chingona entre estos bellos colores naturales que son los del agua, de la tierra, de la madera y de la paja. Y mis teorías, mis pobres teorías del último barco, he aquí que ellas me parecen tan ridículas como un sombrero alto y guantes blancos en la plaza de La Merced.
Entonces, ¿qué queda de su pintor parisiense? Un jovencito muy sorprendido de tanta belleza nueva acabada de descubrir, que gracias a éstos de aquí, admira con toda razón a Rafael Sancio, que pintó el incendio del Burgo, y a Diego Rivera, que resucita, para que se desvanezcan las gentes del gran mundo, provocando el escándalo de los impertinentes, el verdadero rostro de esta tierra secreta y clásica.
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